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Actualidad ASEPADI

¿Sabías que en España los mismos hechos son juzgados de distinta forma si el infractor es un hombre o una mujer?

18/10/2022

¿Sabías que en España los mismos hechos son juzgados de distinta forma si el infractor es un hombre o una mujer? En la última década las víctimas de ciertos delitos se han convertido en los protagonistas del debate social y jurídico que vive nuestro país. La defensa de la víctima y la necesaria compensación que se les debe han generado a una atmósfera en la que, en ocasiones, se ven amenazados algunos de los derechos y principio más básicos de nuestro Estado de Derecho. Esta corriente se ha visto agravada en el marco de la sociedad de la información en que vivimos, en la que cada vez con más fuerza priman las noticias y opiniones que proporciona la red, que obligan al ciudadano ha llevar a cabo un mayor esfuerzo a la hora de contratar la realidad de los hechos que se le presentan.

I. ESTADO DE LA CUESTIÓN. EL ESTATUTO SOCIAL DE LA VÍCTIMA

No sería aventurado considerar el año 2004 como el momento de nuestra historia reciente que marcó un punto de inflexión en el tratamiento jurídico de las víctimas. Desde la LO 1/2004, de 28 de diciembre, de medidas de protección integral contra la violencia de género (en adelante, LOMPIVG), se sucedieron diversas disposiciones normativas que trataban de reparar la ofensa sufrida no tanto desde la respuesta que merece el hecho de haber padecido una injusticia puntualmente, como a partir de los postulados retributivos implícitos en cualquiera de las formas de la discriminación positiva. La víctima comenzó, así, a trascender el status de mero sujeto pasivo de un tipo delictivo.

Buenos ejemplos de lo anterior los encontramos en la LO 3/2007, para la igualdad efectiva de mujeres y hombres; la Ley 52/2007, de 26 de diciembre, de Memoria Histórica; la Ley 4/2015, de 27 de septiembre, del Estatuto de la Víctima; el Real Decreto 1109/2015, de 11 de diciembre, por el que se desarrolla la Ley 4/2015, de 27 de septiembre, del Estatuto de la víctima del delito, y se regulan las Oficinas de Asistencia a las Víctimas del Delito; el Real Decreto-ley 9/2018, de 3 de agosto, de medidas urgentes para el desarrollo del Pacto de Estado contra la violencia de género; o la multitud de leyes autonómicas de protección de las víctimas del terrorismo, de violencia de género, de discriminación por razón de orientación o identidad sexual, o expresión de género.

El denominador que todas esas normas comenzaron teniendo en común (con la excepción inicial, tal vez, de las leyes de protección de víctimas de delitos de terrorismo) fue la toma en consideración de uno o varios grupos sociales como acreedores de una deuda –con la sociedad, con el Derecho, o con ambos– que solía hundir sus raíces en tiempos pretéritos y que demandaba ser saldada. Estas disposiciones se justificaron –y siguen haciéndolo– en una necesidad social emergente, tantas veces causa y desencadenante de delitos y crímenes con un alcance lo suficientemente incisivo como para impactar y conmocionar a un amplio sector de población. En muchas ocasiones, además, dichos acontecimientos han sido y son objeto de una prolija y detallada exposición mediática, tanto en los medios tradicionales de comunicación como a través de los medios digitales, a los que el ciudadano tiene más fácil acceso y que proporcionan información más inmediata y menos tamizada que la que ofrecen los primeros.

Ante casos como el de la Manada de Pamplona, el escándalo de los jugadores del Arandina C. F., o el de los abusos sexuales cometidos en el seno de la industria cinematográfica, por citar tres de los más emblemáticos y con más amplia repercusión, los ciudadanos han encontrado en las redes sociales el medio idóneo para mostrar su repulsión y para crear un estado de concienciación colectiva (con frecuencia, en los espacios de microblogging, a través de hashtags como el #YoSíTeCreo o el #MeToo, su equivalente francés, el #BalanceTonPorc, o el español: #NiUnaMenos).

Así pues, todas las leyes que, de una u otra forma, se dirigieron entonces a hacer justicia y a reparar la ofensa a aquellos colectivos y grupos sociales a los que –por diversos motivos– consideraron víctimas, marcaron el camino para tantas otras que vendrían después y que se apartarían muy poco o nada de las líneas maestras de las pioneras: reparación de un daño difuso, adopción de medidas de discriminación positiva y marcado afán pedagógico de cara a la ciudadanía. De esta forma se inauguró un marco normativo que, desde sus comienzos, mantuvo una relación de mutua retroalimentación con una opinión pública receptora de noticias y acrítica respecto de aquellas personas y grupos que iban siendo considerados víctimas. Se asumió –y así acabó sucediendo– que nadie con un mínimo de sensibilidad social se opondría a la idea de resarcir a aquellos que hubieran sufrido un trato injusto. Buena prueba de dicho tácito consenso suponen, aún hoy, las amplísimas mayorías que recaba cualquier ley de estas características, incluso en las votaciones parlamentarias precedidas de sesiones conflictivas. Sirva de ejemplo la votación de la LO 1/2004, cuyos resultados pueden consultarse en http://www.congreso.es/, tras una acalorada discusión parlamentaria que no parecía augurar la unanimidad que se alcanzó.

Hasta la fecha, no han sido demasiadas las voces que, desde cualquier tribuna (ya sea mediática, política o jurídica) han planteado una hermenéutica crítica de la víctima. Sólo a partir de ciertos conflictos acaecidos entre un ordenamiento tuitivo de estas características, de un lado, y derechos fundamentales de corte clásico, de otro (entre los cuales ocupa una posición preeminente el derecho a la presunción de inocencia), se ha abierto una brecha en la doctrina y en determinadas corrientes de pensamiento. Y así, mientras algunos siguen manteniendo que la condición objetiva o sólo auto percibida de víctima es razón suficiente que justifica un trato preferente, otros buscamos fórmulas de conciliación entre ambos extremos en tensión.

Por tanto, se hace necesario plantearse, no ya la conveniencia, sino incluso la adecuación constitucional de un ordenamiento que ha convertido en prioritaria la lucha contra la discriminación de aquellos que, desde un juicio sobre sí mismos creciente en subjetividad, se consideran víctimas de injusticias, de discriminaciones, de agresiones. Tendremos que extremar las cautelas a la hora de situar las fronteras que delimitan lo aceptable de lo cuestionable y lo cuestionable de lo rechazable en un Estado de Derecho que consagra el principio de igualdad ante la Ley como pieza clave de su ordenamiento. Más en particular, ese especial rigor deberá observarse al tratar y resolver conflictos sociales que deriven en procesos judiciales penales, en el seno de los cuales el principio de presunción de inocencia de todos los ciudadanos, sin excepción, es elevado al rango de derecho fundamental por la propia Constitución.

II. EL DERECHO FUNDAMENTAL A LA PRESUNCIÓN DE INOCENCIA EN EL ESTADO DE DERECHO

Entre las garantías reconocidas en el art. 24.2 CE para el transcurso de los procesos judiciales, tal vez sea el derecho a la presunción de inocencia, junto con el derecho al juez ordinario predeterminado por la Ley, el que reviste un carácter más basal e indiscutible. En efecto, sin la consideración hacia el acusado como inocente mientras no exista una sentencia condenatoria firme, la lógica del proceso judicial se vería invertida, y el reo se convertiría en el encargado de probar su no culpabilidad, considerada como tal de antemano, al no existir término medio entre la presunción de inocencia y la de culpabilidad.

Nuestra Constitución le otorga a la presunción de inocencia el más alto rango, dotado asimismo del máximo sistema de garantías que contempla en su art. 53.2 CE, al delimitarlo como derecho fundamental inherente e irrenunciable. Coincidimos con Martín Diz en que:

“La presunción de inocencia se ha configurado como regla de tratamiento […] y como regla de juicio […]. Se ha asentado, por tanto, el hecho de que la presunción de inocencia impone que el investigado, y posteriormente encausado, disfrute de la condición de no culpable –inocente– hasta que no exista una condena judicial firme. No se detiene el influjo y pierde su efecto la presunción de inocencia con la condena en instancia, en tanto pueda ser objeto de recurso, puesto que el condenado sigue manteniendo la presunción durante los recursos que se interpongan, admitan y hasta que se resuelvan. Además, es un derecho fundamental expansivo, en esta vertiente, y erga omnes. Es decir, todos los sujetos jurídicos y no jurídicos, han de respetar la presunción.”

Por último, aunque a primera vista pudiera parecer una obviedad, para evitar futuros malentendidos creemos que es conveniente insistir en que, en el contexto de este trabajo, sólo hablamos de inocencia jurídica, esto es, de un estado apriorístico de no imputabilidad de actos antijurídicos que puede desvirtuarse en el transcurso de un proceso judicial penal por la práctica de prueba suficiente que concluya en sentencia firme.

En ningún caso nos referimos a consideraciones de corte antropológico relativas a la inocencia o culpabilidad originaria del individuo en un hipotético estado de naturaleza. Más adelante, en el capítulo dedicado a las conclusiones, se entenderá mejor la necesidad de esta apreciación. Por tanto, la presunción de inocencia del art. 24.2 CE tiene que concebirse en el contexto del proceso penal, sí, pero también con un alcance más amplio que comprende el principio de igualdad consagrado en el art. 14 CE y el mismo concepto de dignidad del art. 10 CE que actúa como clave interpretativa para todos los derechos del Título I de nuestro texto constitucional.

III. EL DELITO DE VIOLENCIA DE GÉNERO

Como asociación que somos dedicada a la defensa de los derechos de los padres e hijos que se enfrentan, o han enfrentado, a un proceso de divorcio, en el presente artículo dejaremos fuera otros delitos, como pueden ser los relacionados con la libertad sexual, que también pueden verse afectados por el fenómeno legislativo al que nos referimos. Preferimos centrar nuestro estudio en el delito de violencia de género, pues su incidencia en los procedimientos de divorcio y de adopción de medidas paterno-filiales ha experimentado un crecimiento fulgurante en los últimos años.

El delito de violencia de género, según la LO 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género (en adelante, LOMPIVG), se refiere según su Exposición de Motivos al “símbolo más brutal de la desigualdad existente en nuestra sociedad. Se trata de una violencia que se dirige sobre las mujeres por el hecho mismo de serlo, por ser consideradas, por sus agresores, carentes de los derechos mínimos de libertad, respeto y capacidad de decisión”. O, en palabras de la ONU, contempladas en la propia ley: “es un obstáculo para lograr los objetivos de igualdad, desarrollo y paz y viola y menoscaba el disfrute de los derechos humanos y las libertades fundamentales […] Una manifestación de las relaciones de poder históricamente desiguales entre mujeres y hombres”.

A los efectos que nos interesan en este artículo, es preciso aclarar que el núcleo del tratamiento penal y criminológico de la violencia intrafamiliar se desplazó con la LOMPIVG desde la violencia genérica que pudiera sufrir cualquier miembro de la familia por parte de cualquier otro de sus miembros, a la violencia que necesariamente habría de padecer la mujer-cónyuge o pareja por parte del marido-cónyuge o pareja. Lejos en el tiempo quedaba el derogado I Plan de Acción contra la violencia doméstica en el que estaban incluidas todas las víctimas de maltrato, sin discriminación alguna en cuanto a la asistencia victimal o al reproche penal. No quiere ello decir que las demás personas que conforman el núcleo familiar quedasen desprovistas de protección, sino que la mayor agravación en el delito de violencia de género sólo tendrían que soportarla los hombres que agredieran a las mujeres de forma ocasional (de seis meses a un año de prisión), y no el resto de agresores (de tres meses a un año de prisión). Esta asimetría penal constituyó el centro de un debate aún hoy no del todo cerrado –o cerrado en falso–, y fue objeto de una cuestión de inconstitucionalidad resuelta por STC 59/2008, de 14 de mayo.

En realidad, el cambio de enfoque efectuado por la legislación tuvo cierta lógica interna, basada en el paso de las categorías biológicas a las culturales en el tratamiento de las cuestiones referentes a la identidad de los sujetos y a las relaciones entre ellos. Asistimos, así, a una reedición de los postulados teóricos sobre los conflictos entre víctimas y agresores, respecto a los que lo decisivo no es ya tanto la pertenencia de los individuos a un determinado sexo, como las connotaciones culturales de género que dichos sexos tienen atribuidas. Es revelador que el reproche no provenga de que la agresión se lleve a término por el varón y se dirija contra la mujer, sino de la carga simbólica que subyace tras dicho comportamiento: la opresión que tradicionalmente han ejercido los varones sobre las mujeres en el contexto de una sociedad heteropatriarcal que aún presenta rasgos evidentes de machismo, tal y como la propia LOMIPVG subraya.

Se trata de la misma razón por la que, siguiendo el razonamiento de la ley, en puridad de concepto, no todas las agresiones que sufre la mujer a manos del hombre deberían considerarse manifestaciones de la violencia de género. Tan sólo lo serían aquellas que traslucieran patrones de comportamiento propios de alguien que abusa de su condición de miembro del sexo tradicionalmente privilegiado. Dicha interpretación, no obstante, fue rechazada hace no demasiado tiempo por el Tribunal Supremo, ante la perplejidad manifiesta de algunos magistrados del Tribunal Constitucional.

En efecto, el tratamiento de la violencia de género en el ámbito de la jurisdicción ordinaria había evidenciado, al menos hasta diciembre de 2018, que no toda acción de violencia física en el seno de la pareja de la que resultare una lesión leve para la mujer se consideraba necesaria y automáticamente violencia de género, sino solo y exclusivamente cuando el hecho fuera una “manifestación de la discriminación, la situación de desigualdad y las relaciones de poder de los hombres sobre la mujeres” (art. 1.1 LOMPIVG).

Así lo expresó la SAP de Valencia 483/2011, de 22 de septiembre, F. J. 1º in fine: “Entendemos que no todas las agresiones producidas en el marco de la relación de pareja entre hombre y mujer existente o pasada sean expresión de la violencia machista. Habrá que justificar que la situación de hecho sea constitutiva de violencia de género. No hay presunción alguna contra reo; y al juzgador se le ha de presentar como indudable que la situación probada se enmarca como violencia de género.”

En este sentido, la mayoría de los tribunales habían aplicado los preceptos penales modificados por la LOMPIVG atendiendo a su espíritu y finalidad, en coherencia con la interpretación dada por el Tribunal Constitucional en la mencionada STC 59/2008. El Tribunal Supremo también acostumbró a exigir ese elemento subjetivo o intencional, contemplado en el artículo 1.1 de la LOMPIVG, que evidenciase un trasfondo discriminatorio para delimitar la línea entre los casos de violencia de género y los que no lo son. Al respecto la STS 1177/2009, de 24 de diciembre, F. J. 3º señala: “la aplicación del art. 153 requiere no sólo la existencia de una lesión leve a la mujer por parte del compañero masculino, sino también que esta acción se produzca en el seno de una relación de sumisión, dominación y sometimiento a la mujer por parte del hombre, esto es, de una discriminación de todo punto inadmisible.” En sentido similar ya se había pronunciado previamente la STS 654/2009, de 8 de junio, F. J. 2º. Especialmente paradigmático resulta también el ATS de 31 de julio de 2013, en su F. J. 5º al señalar de manera palmaria que “sin ánimo de dominación no habría violencia de género y no estaríamos en el supuesto del art. 153.1”.

Sin embargo, el alto Tribunal, en la STS de 20 de diciembre de 2018, modificó su criterio, y casó y anuló la sentencia absolutoria de la Audiencia Provincial de Zaragoza que no consideraba violencia de género una agresión mutua de una pareja en la puerta de una discoteca, al no quedar acreditada una intención de dominación por parte del varón. Según el Tribunal Supremo, el artículo 153.1 CP, en la redacción dada al mismo por la LOMPIVG, no exige un elemento subjetivo del injusto en la comisión del delito. El especial ánimo discriminatorio revelador de una relación de sumisión y sometimiento a la mujer por parte del hombre no aparece contemplado en el tipo penal, que sólo recoge el elemento objetivo de la agresión. Por esta razón, el Pleno de la Sala Segunda llegó a la conclusión de que “los actos de violencia que ejerce el hombre sobre la mujer con ocasión de una relación afectiva de pareja constituyen actos de poder y superioridad frente a ella con independencia de cuál sea la motivación o la intencionalidad” (STS 677/2018, de 20 de diciembre), y ello incluso en supuestos como el enjuiciado “en los que el acto de maltrato lo pudiera iniciar la mujer a su pareja y el hombre respondiera con un acto de maltrato”.

En definitiva, el Tribunal Supremo ha considerado que los conceptos de dominación y machismo extraídos por inferencia de la Exposición de Motivos y del artículo 1 de la LOMPIVG no pueden ser trasladados a los elementos del tipo penal, máxime cuando el propio legislador no añadió dicho componente intencional, cuando podría haberlo hecho.

El voto particular emitido por el magistrado don Miguel Colmenero Menéndez de Luarca –al que se adhirieron otros tres magistrados de la Sala–, manifiesta que la cuestión es discutible. Sostiene el magistrado que el trato desigual al varón y a la mujer del artículo 153 CP no se puede aplicar de manera excesiva y mecánica a todos los casos de agresiones, ya que de esa manera se estaría conculcando el artículo 14 CE. Para justificar su postura, se apoya en la fundamentación jurídica de la STC 59/2008, llegando a dos conclusiones concatenadas: no se puede presumir, en contra del acusado, por el mero hecho de ser varón, que su conducta se inserta en un contexto de dominación machista, sino que es necesario que se acredite un contexto de dominación que sitúe a la mujer en un rol de inferioridad y subordinación, tal como indica la LOMPIVG; aunque el artículo 153 CP no exija el ánimo de dominación del hombre, si se prescindiera de ese contexto, la asimetría penal establecida por la ley carecería de una justificación objetiva y razonable, vulnerándose la igualdad consagrada en el artículo 14 CE. Por todo ello, cuando una agresión mutua tiene lugar “en un nivel de igualdad, en el que dos seres humanos, con independencia de los roles personales y sociales que cada uno pueda atribuir al otro, se enfrentan hasta llegar a la agresión física” la conducta no puede ser calificada de violencia de género y no se puede aplicar la pena agravada del artículo 153.1 CP.

En definitiva, con esta sentencia, el Tribunal Supremo se ha decantado por una interpretación de los delitos de violencia de género, minoritaria en la doctrina y práctica judicial, y en cierta medida contraria al razonamiento jurídico de la STC 59/2008 y al sentido de la LOMPIVG. Lo cierto, sin embargo, es que la decisión tomada por el tribunal es coherente con la medida 242 del Informe de la Ponencia de Estudio para la elaboración de estrategias contra la violencia de género, creada por la Comisión de Igualdad del Senado en el marco de la elaboración del Pacto de Estado contra la Violencia de Género (aunque finalmente esta medida no se incorporase al Pacto). Sin duda, por el momento, y como consecuencia del indiscutible valor que cumple la jurisprudencia del Tribunal Supremo como clave hermenéutica de nuestro ordenamiento, es previsible que los órganos jurisdiccionales que integran la jurisdicción ordinaria se vean influenciados por el criterio seguido en la STS de 20 de diciembre de 2018, y acaben por calificar de forma automática cualquier conducta que implique un ataque de varón a mujer en el seno de una relación afectiva vigente o finalizada como violencia de género. Prescindir del ánimo discriminatorio puede generar situaciones tan paradójicas como la de Ángel Hernández, el hombre acusado por cometer un delito de eutanasia a petición de su mujer enferma. Lo que se hizo como muestra de compasión, le ha acarreado el ser investigado por un Juzgado de Violencia de Género.

IV. CONCLUSIONES: EL DERECHO ANTE LA LEY DEL MÁS DÉBIL

Es complejo apuntar con exactitud cuál es la causa o el conjunto de ellas que han contribuido a que, a día de hoy, nuestra sociedad esté en gran medida fragmentada en grupos cada vez delimitados por contornos más precisos, identificados por perfiles más nítidos y confrontados entre sí con más virulencia. Lo cierto es que razones de índole sexual, religiosa, racial o de género, entre otras, compartimentan a la población y propician una sensación de vínculo con el propio grupo sólo comparable, en intensidad y fuerza, a la tendencia al distanciamiento e incluso, llegado el caso, a la hostilidad con el resto.

En un contexto así, cabría esperar del Derecho una cierta toma de distancia y una labor de arbitraje imparcial ante las numerosas potenciales controversias de una sociedad cada vez más atomizada. Las normas reguladoras de los procesos judiciales, paradigmas de la escenificación de un conflicto, deben, hoy más que nunca antes, mostrar un respeto escrupuloso a las garantías procesales establecidas por nuestro ordenamiento, con especial mención, por estar recogidas en nuestra Constitución, a las consagradas en su art. 24.2. Entre ellas, la presunción de inocencia reviste un carácter totémico, pues engarza con sutileza el optimismo de la antropología liberal en la que se basan nuestras democracias occidentales con la aplicación del Derecho al entorno conflictual del proceso judicial.

Es incontestable que el buen funcionamiento del principio de presunción de inocencia (y, por tanto, de los procesos penales y del entero sistema represor del Estado) será mayor en tanto más cohesionada esté la comunidad social afectada por cada ordenamiento. Sin embargo, en el actual escenario, en el núcleo de las reivindicaciones de los grupos y colectivos sociales se halla en bastantes ocasiones la prevalencia de la defensa de sus intereses particulares frente al interés general. Además, dichas pretensiones pasan con frecuencia por exigir del Derecho una tarea de restauración o de compensación, en relación con agravios o situaciones de desventaja sociojurídica que ni siquiera tienen por qué haberse dado sólo de forma puntual (plasmados en sucesos concretos), sino a través del devenir de los años, como efecto del padecimiento de una injusticia tan inveterada como difusa.

Y sucede así que, en los procesos penales, los denunciantes o querellantes tienden a no comparecer únicamente como partes activas, sino que su presencia empieza a revestir una impronta casi simbólica. En las pretensiones de las víctimas, cuyo alcance no debería trascender el caso concreto que les afecta, resuenan sin embargo las voces de tantos miembros de su grupo o colectivo, que, desde la concepción de su propio imaginario, fueron silenciadas en su día y se vieron carentes de representación real. Lo mismo cabe decir de los acusados, que soportan el peso de su concreto supuesto delito, pero también de los crímenes cometidos por las generaciones previas de ciudadanos pertenecientes a su colectivo o grupo social.

Encontramos significativo este fenómeno, manifestado ante los órganos judiciales, pues no deja de ser paradójico que transcurra simultáneamente en nuestras sociedades occidentales junto con una cierta quiebra o crisis en el principio representativo en las cámaras legislativas. Dicho de otro modo, el desgaste del principio representativo y el auge del principio identitario que se da en el seno del poder legislativo se invierte ante el poder judicial. En esta sede, el principio identitario da paso al de representación, provocando un sobreexceso de carga simbólica en un escenario, como el proceso judicial, previsto y regulado por el Derecho tan solo para la resolución de conflictos puntuales y particulares.

Esa representación judicial –activa y pasiva–, como ya se ha visto, encuentra un eco mucho mayor en los medios de comunicación. En los tradicionales y sobre todo, en los digitales, que superan las fronteras que presentaba la prensa, la radio o la televisión. La asunción de Internet como espacio virtual de acción ciudadana y de activismo político está cambiando las claves interpretativas y los modos de ejercicio de las libertades informativas. De igual manera, facilita que ciudadanos que no son parte en los conflictos judiciales que se dirimen ante los tribunales correspondientes puedan, a su modo, inmiscuirse, tomar partido y generar estados de opinión sobre dichos conflictos, que propician, generalmente, un debilitamiento teórico y práctico del principio de presunción de inocencia. Todo ello, en un marco en el que la publicación y proliferación de mensajes sobre casi cualquier asunto confiere al foro público aspecto caleidoscópico, en constante cambio.

No es difícil descubrir los puntos de conexión de este fenómeno con un ordenamiento que en gran medida se nutre de leyes que procuran la tutela de aquellas personas o grupos sociales considerados víctimas. Protección de víctimas y persecución de victimarios son las dos caras de una misma moneda, de intercambio habitual en la sociedad de la (sobre)información. En ella, el acceso a los datos va camino de prescindir de la necesidad de los filtros que históricamente han interpuesto los medios de comunicación, y su intercambio fluye sin cesar entre ciudadanos que asumen la posición, con frecuencia, de espectadores pasivos propensos al escándalo o a la indignación ante noticias o eventos que involucran a las víctimas y a sus verdugos, actores principales de la sociedad del espectáculo.

Esos ciudadanos son los mismos que periódicamente acudirán a las urnas para optar por partidos políticos que, conscientes del fenómeno, en ocasiones se han mostrado proclives a atender a la demanda mediática en cuanto al endurecimiento de las penas para determinados tipos delictivos. Pareciera que ni a representados ni a representantes les resulte relevante que dichas medidas adolezcan de falta de reflexión jurídica y criminológica previa, o que incurran en un poco disimulado populismo punitivo de difícil encaje en un sistema penal cimentado sobre el principio de intervención mínima cuyas penas, según la Constitución (art. 25.2), han de encaminarse hacia la reinserción social.

¿En qué lugar queda, en este contexto –podríamos preguntarnos–, el Estado de Derecho y los principios en los que se asienta? ¿Es compatible la sociedad digital y la connatural fluidez de lo virtual con las leyes y con el actual sistema de garantías que trata de asegurar su cumplimiento? Esperamos y confiamos en que lo sea, aunque a veces tengamos la impresión de que la brecha entre Derecho y realidad se ahonde y ensanche, y de que derechos e instituciones básicas de nuestras democracias se vean alteradas en buena medida. El caso de la presunción de inocencia en los procesos que afectan a personas consideradas víctimas en delitos sexuales o análogos es paradigmático. Sucede que, cuando se trata de delitos que involucran a ciudadanos que encajan en las categorías de víctimas o victimarios según el discurso social vigente, la presunción de inocencia extrajudicial se debilita. Además, la víctima, en calidad de parte activa en sede judicial, comparece revestida de simbolismo y con un visible poder de representación, y produce que la culpabilidad del acusado tienda a concebirse social y penalmente en términos más antropológicos o morales que netamente jurídicos, cuando la presunción de inocencia constitucional, como ya señalamos, sólo se puede entender en términos jurídicos, relativos a la concreta conducta delictiva que ha dado lugar al proceso judicial, y nunca más allá.

Declaraciones como las citadas en apartados anteriores acerca de la conveniencia de limitar el alcance y la aplicación del principio de presunción de inocencia encajan bien en un contexto social como el descrito, formado, no ya siquiera por víctimas y verdugos (que han padecido o cometido injusticia), sino por potenciales víctimas o potenciales verdugos, por personas que, en función del nicho social que ocupen, serán beneficiarios de un trato de favor (presunción de veracidad iuris et de iure, como se desprendía, por ejemplo, de las declaraciones de la ministra Calvo) o cargarán con una presunción de culpabilidad iuris tantum difícil de desvirtuar.

La apreciable inclinación, en juicios que involucran delitos socialmente sensibles, de ir de lo particular a lo general, de lo concreto a la abstracción, necesariamente cambia las reglas del juego y la aplicación de las garantías legales o constitucionales. Ocurre de forma evidente con las agresiones sexuales, o con el delito de violencia de género, pero no se ha de perder de vista que no se trata tanto de un estado de cosas que atañe a algunos casos, como de una tendencia propia de ordenamientos y sociedades democráticas de matriz liberal o neoliberal. Dicho sesgo ha propiciado, con independencia de la ideología política mayoritaria, un individualismo basado en la enfatización de rasgos identitarios de personas o grupos, y se ha legislado sobre ellos, subrayando las diferencias entre los ciudadanos y los grupos en los que estos se integran, antes que promoviendo vías de entendimiento y puntos en común que no anulen la diferencia, sino que partan de ella para la consecución de objetivos que favorezcan el interés general.

Una sociedad de estas características puede dar lugar a un Derecho sentimental y paternalista, entre cuyas finalidades primordiales figure la compensación de aquellos ciudadanos que, con objetividad o sin ella, por propia voluntad o por aclamación popular, adopten el rol de víctimas. Todas las garantías del Estado de Derecho quedan postergadas y ceden ante la víctima como paradigma, a la que no se debe cuestionar ni aun en sede judicial, pues la presunción de inocencia del verdugo supondría la revictimización o victimización secundaria de su víctima.

La condición y el poder de la víctima es tendencialmente expansivo, y es posible que, en su nombre, incluso llegue a cuestionar la legitimidad de los poderes del Estado y de las personas que las componen, sobre todo cuando son sospechosos de connivencia con los grupos sociales acusados de agresores. Ocurre con los empresarios que ocupan cargos públicos como representantes políticos o con los jueces varones, respecto a los cuales ya se ha acuñado el término “justicia patriarcal”. Si sobre los primeros la presunta culpabilidad provendría de anteponer el lucro a la buena gestión pública, los segundos deberían probar su imparcialidad en los casos que involucren a mujeres y hombres, pues la irrenunciable condición de varón les predispone supuestamente a la injusticia contra la mujer.

Tanto legisladores como, de forma muy especial, jueces y tribunales, habrían de realizar el esfuerzo de –sin perder el contacto con la realidad social a la que se refiere su cometido– no verse condicionados por la presión ejercida por los juicios mediáticos o paralelos de los que ya hablamos. La pérdida de este delicado equilibrio llevaría aparejada una popularización de la Justicia y del Derecho, de consecuencias que no serían fáciles de casar con los principios esenciales de los ordenamientos de nuestros regímenes democráticos.

Así, a la vista de algunos casos que han sido mencionados en este trabajo, podría parecer que la impartición de justicia ya no se realiza en los juzgados y tribunales a los que dicha labor encomienda la Constitución, sino que son las redes sociales, los espacios de microblogging y los platós de televisión los encargados de llevar a cabo esa misión, sin más garantías que la simpatía o antipatía de cierto sentir popular particularmente activo, y desde un abierto menosprecio al Derecho y a las instituciones democráticas.

Ante un panorama semejante, el diagnóstico tiene que pasar, de forma necesaria, por varias vías de acción, que aquí solamente esbozaremos, con la finalidad de garantizar que la necesaria protección de las víctimas en el transcurso de los procesos penales no suponga una merma en el contenido y alcance de ningún derecho fundamental. En este sentido, podríamos pensar, por ejemplo, en la reivindicación seria y sin fisuras (y –no se olvide– sin alternativa conocida) del Estado de Derecho y de los pilares sobre los que se asienta, con especial mención a las instituciones básicas del Estado y a los derechos y libertades fundamentales reconocidos en los textos constitucionales, así como a sus procedimientos y mecanismos de garantía.

Del mismo modo, es urgente la adaptación del contenido de las leyes a los postulados del nuevo paradigma social. Dicho ajuste debe partir de una toma de postura realista frente a la sociedad digital, a sus instituciones y ciudadanos, a las relaciones jurídicas entre ellos, y a las modulaciones en el ejercicio de los derechos fundamentales a que este modelo ha dado lugar. Particular énfasis merecen, en este sentido, las libertades de pensamiento, expresión y manifestación. Estos derechos resultan clave porque, a la vez que propician la formación del propio juicio, su exteriorización y la acción social, obstaculizan la instauración de nuevos tabúes discursivos, sobre los cuales arraiga y se propaga la referida tendencia a la atomización y a la fragmentación social.

Es imprescindible, además, un Derecho penal que ejemplarice los principios de ultima ratio y subsidiariedad característicos de la puesta en funcionamiento del aparato represor del Estado. Su no observancia favorecería el establecimiento y la difusión del populismo punitivo que, por atractivo que pueda llegar a parecer, comporta medidas que no suelen ser aptas para impartir justicia.

Desde luego, hay que pensar también en acciones que sirvan eficazmente para la restauración de la confianza ciudadana en los poderes públicos y en aquellos agentes encargados de crear, aplicar e interpretar el Derecho –tarea para la cual habrá de partirse de un posicionamiento ético frente a la gestión pública–, y el fomento de mecanismos favorecedores de la transparencia y del buen gobierno.

Y, probablemente, en último lugar por tratarse de una medida más puntual, pero no menos operativa a propósito de promover una ciudadanía respetuosa con el Derecho, pensamos que también nos sería muy útil la educación constitucional desde niveles educativos preuniversitarios, mediante la implantación de asignaturas jurídicas en Secundaria y Bachillerato que ayuden al alumnado a familiarizarse con el funcionamiento e identidad del ordenamiento jurídico y con las instituciones del Estado.

En caso contrario, de no reaccionar a tiempo frente a estos nuevos desafíos, no nos resultaría extraño que el proceso de atomización social se intensificara, y que, ante tal fenómeno de disgregación, al Derecho no le quedara más alternativa que decantarse por otorgar tratos de favor a determinados grupos o subgrupos sociales, siempre en la búsqueda de un equilibrio y de una igualdad de tan complicada consecución como indeseadas consecuencias en términos de respeto a la Constitución y a las leyes. Consideramos que, de no adoptarse las medidas necesarias, no se podría evitar la conculcación del esencial principio de igualdad y no discriminación, así como de las garantías básicas del Estado de Derecho, con especial mención al derecho a la presunción de inocencia en el seno del proceso judicial penal.

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